Con el otoño, y, como es costumbre, caen las hojas de la vida igual que se desprenden, también frágiles y fugaces, las de los árboles. Nos invade la tristeza. Así ha ocurrido en unos cuantos días de noviembre, el mes de la memoria y el recuerdo en el corazón para todos los seres queridos y próximos en los afectos que se nos fueron para siempre. En la edad provecta son ya incontables los desgarrones sufridos. Así, con Todos los Santos, emprendió el viaje definitivo María Herminia Aranda Canales, y diez días después iniciaba la travesía hacia la otra orilla Juan Fernández Vivas. A ambos me unían profundos y añejos lazos de amistad y de cariño. Los dos son los destinatarios hoy de esta breve semblanza melancólica por su ausencia.
Compartían Herminia y
Juan la experiencia profesional del Magisterio, es decir, habían sido en la vida
laboral guías de niños y adolescentes. Ella, en tierras gallegas y extremeñas;
él, en el terruño natal. Una y otro fueron entre sus discípulos, sin duda,
alma, esencia vivificadora, luz para la vida. No caben en estas sucintas líneas
todas las sensaciones y sentimientos motivados por la desaparición de estas dos
entrañables y buenas personas que fueron, ni el reconocimiento debido a sus
respectivas trayectorias profesionales. Por ello, me limito a dejar correr la
pluma, brevemente, por las galerías de la tristeza y el dolorido sentir de la separación.
María Herminia (“Chiqui”),
tras varias semanas de lucha e incertidumbre, que hemos vivido de cerca, y una
aceleración inesperada de la enfermedad, aceptó lo inevitable serena, entera y
sobre todo, con mucho amor, con mucho cariño (conyugal, maternal): abandonó
este mundo rodeada de sus seres más queridos (esposo, hijos, nietos), y
emprendió así el viaje hacia otros espacios ajenos a los dolores, a las
preocupaciones y a los afanes de esta ribera donde ha dejado tantos huérfanos
de su amorosa tutela. Creo no equivocarme si escribo que Chiqui Aranda Canales,
en su propia e insustituible personalidad, proyectaba, irradiaba y prolongaba el espíritu, el talante, la
peculiar forma de ser y el buen estar en el mundo de su querida madre, doña
Josefa. Es decir, bondad, discreción, respeto a los demás. Dedicación a los
suyos y a su trabajo. Suscribo, pues, en todo su alcance las palabras de uno de
los hijos, cuando en el velatorio de sus restos mortales corroboraba lo
manifestado por una amable vecina: “En efecto, nadie que conociera a mi madre
podrá decir que no era una buena persona”. Quedémonos con tan certera caracterización,
también resaltada en las palabras de otro de sus hijos y de una de sus nietas
al finalizar el funeral de despedida. Y como Chiqui era una devota de las
plantas y de las flores, que cuidaba con primor y delicadeza su pequeño jardín
de arriates y macetas en el patio de su hogar, traigo estos versos de Juan
Ramón Jiménez para ella:
…Y yo me iré […] /y en el rincón aquel / de
mi huerto florido y encalado, / mi espíritu errará nostálgico…/Y yo me iré; / […]
sin hogar, sin árbol verde, /sin pozo blanco, sin cielo azul y plácido… /Y se
quedarán los pájaros cantando.
El otro desgarrón de este
tiempo melancólico proviene de la muerte de Juan Fernández Vivas. Un maestro
que ha ejercido la docencia en el terruño natal con todos los riesgos que ello
implica, y que, a pesar de todo, llevó a cabo con efectividad, rigor, sabiduría
y acierto, ganándose el aprecio, el reconocimiento y la buena fama entre sus
paisanos, las gentes chinatas, pero, de manera especial, entre sus discípulos:
las generaciones de adolescentes que pasaron por sus aulas y recibieron su
magisterio. En el ámbito personal y experiencias de la amistad, he compartido
con Juan numerosos y agradables momentos, de manera especial aquellos de
contacto directo con la naturaleza, con el paisaje, con los hermosos parajes de
nuestra tierra extremeña. Siempre, recibiendo de él, a más de su bonhomía,
informaciones precisas sobre animales, plantas, lugares; es decir, muestras de
su insaciable curiosidad y abundante saber, y, sobre todo, de la sencillez y
asombrosa efectividad con que lo transmitía, compartiéndolo, a quienes le
acompañábamos. Ir con él a coger espárragos y setas, a recolectar almendras o
“amboas” suponía llenar la jornada de un contenido complementario muy
gratificante. Precisamente, días antes de su muerte, en llamada telefónica me
animaba a ir, esta vez solo, (porque él no podría acompañarme) a por las
almendras y los membrillos de su viña… Y se me fue también el amigo Juan.
Recupero algunos versos del poema (de Antonio Machado) leído en el momento de
la inhumación de sus restos mortales en el camposanto de nuestro pueblo:
Y
hacia otra luz más pura
partió
el hermano de la luz del alba, […]
Su
corazón repose
bajo
una encina casta,
en
tierra de tomillos, donde juegan
mariposas
doradas...
Descansen en paz en una tierra madre, acogedora y
amorosa, María Herminia Aranda Canales y Juan Fernández Vivas, hijos de este
pueblo, que, en vida, nos regalaron el tesoro de su amistad.
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