lunes, 22 de junio de 2020

A mi amigo Vicente...


Vicente Manzano García, amigo (1947-2020)  

Su corazón repose
bajo una encina casta,
en tierra de tomillos,
donde juegan 
mariposas doradas…

(A. Machado)
    

    Vicente Manzano García era un chinato en cuerpo y alma: sentía auténtica pasión por su pueblo, al que se ha mantenido apegado casi toda la vida y al que ha conferido presencia destacada en la producción de sus ceras y pinceles. Artista singular, buen ciudadano, hombre bueno, discreto y sencillo; una persona, en fin, que ha convivido y transitado entre nosotros sin estridencias, casi sin ser notado y, sin embargo, manteniendo relaciones e intercambios cordiales sobre ideas, vivencias, actividades , etc. Ha estado, pues, en contacto con las gentes chinatas y con otras de fuera, interesándose por los más variados asuntos: a él nihil humanum alienum erat. Prueba de ello, a modo de ejemplo relevante, son los lazos contraídos con médicos, practicantes, auxiliares, celadores, personal de ambulancias y otros trabajadores de clínicas y hospitales, durante el largo periplo por centros sanitarios y las prolongadas sesiones de diálisis hasta el trasplante renal que, a más de mejorarle la calidad de vida, le insufló renovados bríos para la actividad creadora. Vicente vivía la amistad sin aspavientos ni exageradas altisonancias, sino que, muy al contrario, la acrisolaba con exquisita sensibilidad y finura. Era mi amigo. El amigo por antonomasia. El hermano espiritual de mi vida hasta su reciente fallecimiento, y cuya amistad seguirá alentándome hasta el final de mis días.
   Vicente se nos ha ido en un tiempo atípico (si es que la muerte pudiera tener alguna circunstancia temporal típica), en días anegados de vacío. Un discurrir donde los desgarrones de la muerte de los seres queridos se han visto multiplicados por los efectos colaterales de la pandemia, que nos han impedido la despedida habitual: las exequias, el acompañamiento en su retorno a la tierra, el duelo compartido, el abrazo solidario a la familia. En esta ocasión, sin embargo, el morir se ha ceñido a la idiosincrasia del finado: de haber tenido la facultad de hacerlo, él hubiera suscrito y dispuesto un mutis tal cual ha ocurrido en realidad: silencioso, discreto, casi anónimo. En su casa y en su cama, unidas las manos en el momento del tránsito a las de sus queridas hermanas. Por su parte, la primavera, la hermosa estación en la que vino al mundo hace varias décadas, le ha acompañado también a las puertas del último viaje. El mes de su nacencia, abril, lleno de flores amarillas y de luminosidad, ha ornado de luz y de belleza el inicio de su caminar por la senda de los inmortales. Perfecto círculo de un fluir vital sellado por la indisoluble unión de la cuna y la sepultura, inherente a toda humana condición.
    De la personalidad artística de Vicente Manzano, tengo escritas algunas páginas llenas de admiración, reconocimiento y orgullo; con todo, remito a la autoridad de los especialistas en la materia, a los críticos de arte y a otros pintores, cuyas voces autorizadas han corroborado la incuestionable y elevada dimensión estética de su obra pictórica. A bordo él de la nave que nunca ha de tornar, nos salen del alma vivencias cotidianas y sentimientos sencillos; así, me acojo ahora al refugio emocional y melancólico de la evocación del amigo, al recuerdo nostálgico de momentos compartidos desde los ya lejanos años de la escuela y la adolescencia hasta hace tres meses, cuando las puertas de su casa, siempre abiertas, dejaron de estarlo como en todos los hogares, por prescripción gubernativa, y nos vimos por última vez. Ambos nos integramos, a finales de los años cincuenta, en una pandilla de amigas y amigos que, a pesar de la dispersión geográfica de gran parte de sus componentes, ha pervivido hasta la actualidad. De aquellas veinte figuras de las fotografías en grupo, Vicente, uno de los más pequeños en edad, ha sido el primero en dejarnos. Muy pronto afloraron sus aptitudes en el manejo del lápiz, los colores y la plumilla para el dibujo, la caricatura u otras realizaciones. Desde el principio, asimilamos el ensimismamiento del amigo que nos precedía o se retrasaba unos pasos cuando paseábamos los domingos, pongo por caso, por la carretera de la Comarcal y del Parque, sumido en el despiste introvertido de los genios y afanándose en unos peculiares canutillos de papel que enrrollaba y desenrrollaba constantemente con gran pericia entre los dedos. Todos le admirábamos y todos deseábamos que “nos pintara” Vicente.


        V. Manzano en el estudio (Fotografía de Mario Fdez Manzano)
   
    La alegre sorpresa de ver colmada tal aspiración me llegó cuando, en unas vacaciones de verano (creo que ya por entonces él había concluido los estudios en la Escuela de Bellas Artes San Fernando, en tanto que yo iniciaba los universitarios salmantinos) decidió, motu proprio, retratarme al óleo, sobre tabla de cartón piedra, en el estudio-taller de la calle Juego de las Caras. Después pintaría en dependencias del antiguo juzgado de paz, antes las escuelas viejas, luego centralita telefónica, hoy consultorio médico, y también en el instituto o C.L.A, hasta asentarse definitivamente en ese espacio mágico de su áleph particular; es decir, en el centro mismo del universo existencial al que estaba predestinado como persona y como artista: la riba (el sobrado casi buhardilla de la casa paterna, frente a la fachada sur de la iglesia, monumental icono en piedra omnipresente en el imaginario creador del amigo querido). Habitáculo al que se accedía por una corta y empinada escalera de madera, cuyo último escalón serviría durante años de atalaya a un lustroso gato, fiel vigilante del quehacer silencioso de su amo. Volviendo a mi retrato, me confesaba Vicente que le había motivado a ello la atracción por los pronunciados rasgos de mi cara, a los que se sumaba un bronceado estival de campo, el añil de los ojos y el amarillo intenso de un niqui de verano. Se demoraba la finalización de la obra, pues él me “veía algo raro” (comparando el modelo con la pintura), y ante mi urgencia por hacerme con el retrato, rompíamos a reír cuando caía en la cuenta de que en las sesiones del principio yo posaba con barba y, demediada la realización del trabajo, me la había afeitado. Más de medio siglo lleva el óleo en casa como una de las contadas pertenencias que tengo en alta estima.
    Sería interminable la relación de momentos y vivencias compartidos con el amigo que se me ha ido tan callando. Entre ellos, me viene a la memoria el opíparo banquete (huevos fritos, de campo, con tomate, y postre de leche de cabra reciente y calentita) con que nos agasajó mi tía Segunda, la Pincha, en el chozo de majada donde moraban ella, tío Juan y mis cuatro primas en la dehesa de Valdelacasa, donde pastaban sus cabras. Retornábamos de una visita fallida al palacio de El Haza de la Concepción en las vacaciones navideñas, y muchos años después lo referiría Vicente en más de una ocasión, como si lo reviviera y paladeara de nuevo con idéntica fruición a la de aquel mediodía bucólico y hospitalario. Cómo no recordar su pasión por las tencas y los elogios a su madre, tía María, que les daba un punto de fritura inigualable; o las tortillas de espárragos pijoteros, los del exquisito sabor amargo, otro de sus platos favoritos, que les surtía Casto, el carnicero. Y así hasta un buen número de placeres elementales muy adecuados a su austera forma de ser; quedan en el fondo del corazón para seguir evocándolos como testimonio de un tiempo de amistad compartido y expresión de nostalgia y melancolía por su ausencia.
 Quiero concluir con breve referencia a algunos asuntos recurrentes en nuestras conversaciones, como la devoción hacia Antonio Machado, García Lorca, Miguel Hernández, León Felipe, José Agustín Goytisolo, Gabriel Celaya, Blas de Otero…, de quienes citábamos versos y hasta poemas enteros. Y los cantautores: Paco Ibáñez, Serrat, Aute, Luis Pastor, Raimon, Labordeta… Y el ambiente del Madrid de los artistas, los museos, la vida bohemia, la ebullición de los colegios mayores, las manifestaciones, las cargas de los grises, los sindicalistas auténticosY sus maestros en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Y sus pintores preferidos. Y el cine y el teatro. Y mi insistencia en que se marchara una temporada a París. Y su benevolencia y crítica favorable hacia mis escritos cuando se los anticipaba antes de ser publicados. Y el ser considerado en su casa como uno más de la familia... Todo lo apuntado en estas líneas y mucho más me ha unido a Vicente Manzano: es parte fundamental del bagaje de una amistad inquebrantable en la que nunca existieron condiciones.


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