Vicente
Manzano García, amigo (1947-2020)
Su corazón repose
bajo una encina casta,
en tierra de tomillos,
donde juegan
mariposas doradas…
(A.
Machado)
Vicente
Manzano García era un chinato en cuerpo y alma: sentía auténtica
pasión por su pueblo, al que se ha mantenido apegado casi toda la
vida y al que ha conferido
presencia destacada
en la
producción de
sus ceras y pinceles.
Artista
singular, buen
ciudadano, hombre bueno, discreto y
sencillo;
una
persona, en
fin, que
ha convivido y transitado entre nosotros sin estridencias, casi
sin
ser notado y, sin embargo, manteniendo relaciones e intercambios
cordiales sobre ideas, vivencias, actividades , etc. Ha
estado, pues,
en
contacto con las
gentes chinatas y
con otras de fuera, interesándose
por los
más variados asuntos:
a
él nihil
humanum alienum erat.
Prueba
de ello, a
modo de ejemplo
relevante, son
los lazos contraídos
con
médicos, practicantes, auxiliares, celadores,
personal de ambulancias
y otros trabajadores de clínicas y hospitales, durante el largo
periplo
por
centros sanitarios y las prolongadas sesiones de diálisis hasta
el
trasplante renal que,
a más de mejorarle la calidad de vida, le insufló renovados bríos
para la actividad creadora.
Vicente
vivía
la amistad sin aspavientos ni exageradas
altisonancias,
sino que,
muy
al contrario, la
acrisolaba
con
exquisita
sensibilidad
y finura.
Era
mi amigo. El amigo por antonomasia. El
hermano espiritual de
mi vida
hasta
su reciente
fallecimiento,
y
cuya amistad
seguirá
alentándome
hasta
el
final de mis días.
Vicente
se nos ha ido en un tiempo atípico (si es que la muerte pudiera
tener
alguna
circunstancia temporal típica),
en
días anegados
de vacío.
Un
discurrir
donde
los
desgarrones
de
la muerte de
los seres queridos
se
han visto
multiplicados por los
efectos colaterales de la
pandemia, que
nos han impedido
la
despedida habitual: las exequias, el acompañamiento en
su
retorno a la tierra, el duelo compartido, el abrazo solidario a
la familia.
En esta ocasión, sin
embargo, el
morir
se ha
ceñido
a la idiosincrasia
del finado: de haber tenido la
facultad
de
hacerlo, él
hubiera suscrito y dispuesto
un
mutis tal
cual
ha ocurrido en realidad:
silencioso, discreto, casi anónimo. En
su casa y en su cama, unidas
las manos en
el
momento del tránsito
a
las de sus queridas hermanas.
Por
su parte,
la
primavera, la hermosa estación en
la que vino
al mundo hace varias décadas, le ha acompañado
también a
las
puertas del
último viaje. El
mes de su nacencia, abril,
lleno
de flores amarillas y de luminosidad, ha ornado
de luz y de belleza el
inicio
de
su caminar
por
la senda de los inmortales. Perfecto
círculo de
un fluir vital
sellado
por la indisoluble unión de
la cuna y la sepultura, inherente
a toda
humana
condición.
De
la personalidad artística de Vicente Manzano, tengo escritas
algunas páginas llenas de admiración, reconocimiento y orgullo;
con
todo,
remito a la
autoridad
de
los
especialistas
en
la materia,
a
los
críticos
de arte y
a otros pintores, cuyas voces autorizadas han
corroborado
la incuestionable
y elevada
dimensión
estética
de
su obra
pictórica.
A
bordo él
de
la nave que nunca
ha de tornar, nos salen del alma vivencias cotidianas y
sentimientos
sencillos; así,
me acojo ahora
al refugio
emocional y
melancólico de
la evocación del amigo, al
recuerdo nostálgico
de momentos
compartidos
desde
los ya
lejanos años
de
la
escuela
y
la
adolescencia hasta
hace tres meses, cuando las puertas de su casa, siempre abiertas,
dejaron de estarlo como
en todos los hogares,
por
prescripción gubernativa,
y nos vimos por última vez.
Ambos
nos
integramos, a
finales de los años cincuenta,
en
una
pandilla
de amigas
y amigos que, a pesar de la dispersión geográfica de gran parte de
sus componentes,
ha
pervivido
hasta la actualidad. De
aquellas veinte figuras de las fotografías en
grupo,
Vicente,
uno
de los más pequeños en
edad,
ha
sido el
primero en dejarnos.
Muy
pronto afloraron
sus
aptitudes en
el manejo del lápiz, los colores
y
la plumilla para
el dibujo, la caricatura u
otras realizaciones. Desde el
principio,
asimilamos
el
ensimismamiento del amigo que
nos precedía o se retrasaba unos pasos cuando paseábamos
los domingos, pongo
por caso, por
la carretera de la Comarcal y del Parque,
sumido en el despiste introvertido
de
los genios y
afanándose en unos
peculiares canutillos de papel que enrrollaba y desenrrollaba
constantemente con gran
pericia entre los dedos.
Todos le
admirábamos y todos deseábamos
que
“nos pintara” Vicente.
V.
Manzano en el estudio (Fotografía de Mario Fdez Manzano)
La
alegre sorpresa de
ver
colmada
tal aspiración
me
llegó cuando,
en
unas
vacaciones
de verano
(creo
que ya por entonces él había concluido los
estudios
en la Escuela de Bellas Artes San Fernando, en
tanto que yo
iniciaba los
universitarios salmantinos)
decidió, motu
proprio,
retratarme
al óleo, sobre
tabla de cartón piedra, en
el estudio-taller de
la calle
Juego de las Caras. Después
pintaría
en dependencias
del antiguo
juzgado de paz, antes las escuelas viejas,
luego centralita telefónica, hoy consultorio médico, y también
en el instituto o C.L.A, hasta asentarse
definitivamente en
ese
espacio mágico de su
áleph
particular; es
decir, en el centro mismo
del
universo existencial al
que estaba predestinado como
persona y como artista:
la riba
(el
sobrado casi buhardilla de
la casa paterna, frente
a la fachada sur
de la iglesia, monumental
icono
en piedra omnipresente en el imaginario creador del amigo querido).
Habitáculo
al que se accedía por una corta y empinada escalera de madera, cuyo
último escalón
serviría
durante años
de
atalaya
a
un lustroso
gato, fiel
vigilante del quehacer silencioso de su amo. Volviendo
a mi retrato, me
confesaba
Vicente
que
le había motivado a ello
la
atracción
por
los
pronunciados
rasgos
de
mi cara,
a
los que se
sumaba
un
bronceado
estival de
campo, el añil de los ojos
y el amarillo intenso
de
un
niqui
de verano.
Se
demoraba la
finalización de la obra, pues él
me
“veía algo raro” (comparando
el modelo con la pintura),
y ante
mi urgencia por hacerme
con el
retrato,
rompíamos a reír cuando caía
en la cuenta de que
en las sesiones del principio yo posaba con barba y,
demediada la realización
del
trabajo,
me la había afeitado. Más
de medio siglo lleva el óleo en
casa
como una de las contadas
pertenencias
que
tengo en
alta
estima.
Sería
interminable
la relación de momentos y vivencias compartidos con el amigo que se
me ha ido tan callando.
Entre
ellos, me
viene a la memoria el opíparo
banquete (huevos fritos,
de
campo,
con tomate, y postre de leche de cabra reciente
y
calentita) con que nos agasajó mi tía Segunda, la Pincha,
en el chozo de
majada donde
moraban ella, tío Juan y mis cuatro primas
en la
dehesa de Valdelacasa,
donde pastaban sus cabras. Retornábamos
de una visita
fallida al palacio de El Haza de
la Concepción en
las vacaciones navideñas,
y
muchos años después lo
referiría
Vicente
en
más de una ocasión, como si lo
reviviera
y
paladeara
de
nuevo con
idéntica
fruición
a
la de aquel mediodía bucólico y hospitalario.
Cómo
no
recordar su pasión por las tencas y
los elogios
a su madre, tía
María, que les daba un
punto de fritura inigualable;
o las tortillas de espárragos pijoteros, los del
exquisito sabor amargo,
otro
de sus platos favoritos, que les surtía Casto, el carnicero. Y así
hasta
un
buen número de
placeres
elementales
muy
adecuados
a su austera
forma
de ser; quedan en el fondo del corazón para seguir evocándolos
como testimonio de un tiempo de amistad compartido y
expresión de nostalgia y melancolía por su
ausencia.
Quiero
concluir con breve
referencia a algunos
asuntos recurrentes
en
nuestras
conversaciones,
como
la
devoción
hacia
Antonio Machado,
García Lorca, Miguel Hernández, León Felipe, José Agustín
Goytisolo,
Gabriel Celaya, Blas de Otero…, de quienes
citábamos
versos y hasta poemas enteros. Y los cantautores: Paco Ibáñez,
Serrat,
Aute,
Luis Pastor, Raimon, Labordeta…
Y
el ambiente del Madrid de los
artistas,
los
museos, la
vida bohemia, la
ebullición de los
colegios mayores, las manifestaciones, las cargas de los grises, los
sindicalistas auténticos…
Y
sus
maestros en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando.
Y sus pintores preferidos. Y el cine y el teatro. Y mi insistencia en
que se
marchara
una temporada a París. Y su benevolencia y crítica favorable
hacia mis escritos cuando
se los
anticipaba antes de ser publicados.
Y el ser considerado
en su casa como uno más de la familia... Todo
lo apuntado en estas líneas y
mucho más me
ha unido a
Vicente Manzano: es
parte
fundamental
del
bagaje
de una amistad inquebrantable
en la que nunca existieron
condiciones.