A París mon
coeur s´en va …
Por los años en que los
novelistas hispanoamericanos del boom recalaban en París (así, por
ejemplo, Julio Cortázar, muy admirado compatriota de Neuman), viví la aventura
de residir durante cuarenta días en la Ciudad de la Luz. La inexperiencia del
pelo de la dehesa que me revestía quedó sorprendida y deslumbrada ante la
inmensidad de la capital francesa, de tal manera que me enamoré al modo de
pasión primera y de por vida de París, entonces capital cosmopolita por antonomasia.
Es decir, sigo enamorado a varias décadas de distancia de aquel inolvidable escenario
de la cultura, del arte, de la vida.
La verdad sea dicha: aprendí
poco francés, que, en teoría, a tal fin me aventuré en aquel viaje. Limpiando
oficinas a lo largo de cinco semanas, conviví con otros estudiantes españoles y
con algún espécimen singular, también compatriota, pululante asiduo de los
ambientes jipis cercanos al mayo del 68. Recién llegado a la Gare
d´Austerliz, había conocido a Antonio Moreno Ramírez, cordobés de los
Pedroches, carmelita con las teologías superadas y todas las órdenes menores
recibidas, quien, como supe muchos años después, colgaría los hábitos antes de
ordenarse presbítero. Antonio prefirió ser un buen hombre antes que (quizás) un
mal cura. Muy joven en 1967, pero mayor que yo, tuteló mi estancia en París con
generosa amistad y solidario compañerismo. Compartimos aquellos días comida,
vivienda, emolumentos e intensas vivencias. De estas, aparte las derivadas de
la lucha por la vida en condiciones precarias, sobresalen las relacionadas con
el arte, la monumentalidad y el cosmopolitismo parisienses. El Louvre, la Tour
Eiffel, Montmartre, la Place du Tertre, le Sacré Coeur, Nôtre Dame, los quais
del Sena con los libreros y los músicos de acordeón, l´Arc du Triomphe, Chatelet-
les Halles, los puentes y los barcos del río, Pigalle, el bullir de Saint Germain de Prés y el Barrio
Latino, les Champs Elisées, le Bois de
Boulogne, el cercano Versailles, etc.,
sus gentes y los miles de turistas de todo el mundo pasarían a engrosar desde
aquel verano el bagaje de mi limitado imaginario personal.
A primeros de septiembre debíamos
retornar a España. Antonio, a su lejana Córdoba, sumido en un mar de dudas ante
la tesitura de ordenarse o no sacerdote; yo, a mi pueblo alto extremeño para
cursar en el instituto de Plasencia el preuniversitario (Preu), paso obligado
antes de acceder a la alma mater salmantina. Antonio sugirió que
regresáramos en autostop, y así culminaría con nueva aventura la común
experiencia veraniega. Debió leerme en la cara el pánico que me invadió en
cuerpo y alma al escuchar su propuesta, y consciente de mis angustias,
introdujo una variante en el plan del viaje: “Mira, uno se va con ambas maletas
en el tren hasta Madrid y paga las dos terceras partes del billete; el otro, a
dedo, y aporta el tercio restante. En Madrid, el viajero se obliga a llevar la
maleta del autostopista a casa de un familiar: a tu hermano o a mi prima, según
disponga el azar”. Ni pares o nones, ni
cara o cruz: el palillo corto y el largo; dos cerillas de madera sirvieron para
la ocasión. Las preparó, me ofreció tirar y saqué la más larga: el tren era
para mí. En la estación, nos fundimos en fuerte y prolongado abrazo deseándonos
suerte. Lleno de emoción, sumido en un cierto desamparo y sintiéndome oprimido
por una culpa indeterminada, dejé a Antonio al albur de las buenas almas al
volante.
Solo 38 años después
volveríamos a encontrarnos y a abrazarnos de nuevo. Nada menos que cuatro
décadas de auto stop por la vida, aunque él había llegado a Madrid en solo dos
días. Colgó los hábitos, entró a trabajar en una multinacional de ascensores y
montacargas, y en el ágape del reencuentro compartido junto a las respectivas
esposas, se extrañaba de las abundantes evocaciones y experiencias tan vívidas
que le actualizaba acerca de nuestra estancia en París. Le reconocí y recordé
cuán protegido y cuidado por él me había sentido entonces. Asimismo, le espeté
que viniendo en el tren de París a Madrid ya me ganó la convicción de que él
había hecho trampas para librarme de la arriesgada experiencia de un incierto
periplo en auto stop. Socarrón, alegó que tampoco recordaba el lance.
En el verano de 2019, junto a
Andrés y José Luis, es decir, releyendo a Neuman y las experiencias de unos amigos
a punto de separarse, he vuelto a París in mente, junto a Antonio Moreno Ramírez,
a quien he recordado lleno de nostalgia y de gratitud, que serán de por vida.
Porque me dejó ganar, y por mucho más…