miércoles, 4 de diciembre de 2019

PARÍS, 1967



A París  mon coeur s´en va
                                
 El protagonista narrador de Una vez Argentina, trasunto ficcional del autor en la novela, cuando está a punto de dejar su país y marchar a España, va a la heladería de su amigo José Luis para despedirse de él. Al fresco de los distintos sabores, solían jugar al ajedrez, y, aunque Andrés nunca había ganado al heladero, aquel día lo consiguió. Yendo hacia casa, repasaba los movimientos del amigo y enseguida tuvo la certerza de que José Luis se había dejado ganar. Confieso que no es la primera vez que me encuentro, tanto en la literatura como en la realidad, con una experiencia en que la generosidad de un amigo se manifiesta en acciones similares a las del heladero bonaerense.
Por los años en que los novelistas hispanoamericanos del boom recalaban en París (así, por ejemplo, Julio Cortázar, muy admirado compatriota de Neuman), viví la aventura de residir durante cuarenta días en la Ciudad de la Luz. La inexperiencia del pelo de la dehesa que me revestía quedó sorprendida y deslumbrada ante la inmensidad de la capital francesa, de tal manera que me enamoré al modo de pasión primera y de por vida de París, entonces capital cosmopolita por antonomasia. Es decir, sigo enamorado a varias décadas de distancia de aquel inolvidable escenario de la cultura, del arte, de la vida. 
                 
La verdad sea dicha: aprendí poco francés, que, en teoría, a tal fin me aventuré en aquel viaje. Limpiando oficinas a lo largo de cinco semanas, conviví con otros estudiantes españoles y con algún espécimen singular, también compatriota, pululante asiduo de los ambientes jipis cercanos al mayo del 68. Recién llegado a la Gare d´Austerliz, había conocido a Antonio Moreno Ramírez, cordobés de los Pedroches, carmelita con las teologías superadas y todas las órdenes menores recibidas, quien, como supe muchos años después, colgaría los hábitos antes de ordenarse presbítero. Antonio prefirió ser un buen hombre antes que (quizás) un mal cura. Muy joven en 1967, pero mayor que yo, tuteló mi estancia en París con generosa amistad y solidario compañerismo. Compartimos aquellos días comida, vivienda, emolumentos e intensas vivencias. De estas, aparte las derivadas de la lucha por la vida en condiciones precarias, sobresalen las relacionadas con el arte, la monumentalidad y el cosmopolitismo parisienses. El Louvre, la Tour Eiffel, Montmartre, la Place du Tertre, le Sacré Coeur, Nôtre Dame, los quais del Sena con los libreros y los músicos de acordeón, l´Arc du Triomphe, Chatelet- les Halles, los puentes y los barcos del río, Pigalle,  el bullir de Saint Germain de Prés y el Barrio Latino, les Champs Elisées, le Bois  de Boulogne,  el cercano Versailles, etc., sus gentes y los miles de turistas de todo el mundo pasarían a engrosar desde aquel verano el bagaje de mi limitado imaginario personal.
A primeros de septiembre debíamos retornar a España. Antonio, a su lejana Córdoba, sumido en un mar de dudas ante la tesitura de ordenarse o no sacerdote; yo, a mi pueblo alto extremeño para cursar en el instituto de Plasencia el preuniversitario (Preu), paso obligado antes de acceder a la alma mater salmantina. Antonio sugirió que regresáramos en autostop, y así culminaría con nueva aventura la común experiencia veraniega. Debió leerme en la cara el pánico que me invadió en cuerpo y alma al escuchar su propuesta, y consciente de mis angustias, introdujo una variante en el plan del viaje: “Mira, uno se va con ambas maletas en el tren hasta Madrid y paga las dos terceras partes del billete; el otro, a dedo, y aporta el tercio restante. En Madrid, el viajero se obliga a llevar la maleta del autostopista a casa de un familiar: a tu hermano o a mi prima, según disponga el azar”.  Ni pares o nones, ni cara o cruz: el palillo corto y el largo; dos cerillas de madera sirvieron para la ocasión. Las preparó, me ofreció tirar y saqué la más larga: el tren era para mí. En la estación, nos fundimos en fuerte y prolongado abrazo deseándonos suerte. Lleno de emoción, sumido en un cierto desamparo y sintiéndome oprimido por una culpa indeterminada, dejé a Antonio al albur de las buenas almas al volante.
Solo 38 años después volveríamos a encontrarnos y a abrazarnos de nuevo. Nada menos que cuatro décadas de auto stop por la vida, aunque él había llegado a Madrid en solo dos días. Colgó los hábitos, entró a trabajar en una multinacional de ascensores y montacargas, y en el ágape del reencuentro compartido junto a las respectivas esposas, se extrañaba de las abundantes evocaciones y experiencias tan vívidas que le actualizaba acerca de nuestra estancia en París. Le reconocí y recordé cuán protegido y cuidado por él me había sentido entonces. Asimismo, le espeté que viniendo en el tren de París a Madrid ya me ganó la convicción de que él había hecho trampas para librarme de la arriesgada experiencia de un incierto periplo en auto stop. Socarrón, alegó que tampoco recordaba el lance.
En el verano de 2019, junto a Andrés y José Luis, es decir, releyendo a Neuman y las experiencias de unos amigos a punto de separarse, he vuelto a París in mente, junto a Antonio Moreno Ramírez, a quien he recordado lleno de nostalgia y de gratitud, que serán de por vida. Porque me dejó ganar, y por mucho más…